jueves, 27 de noviembre de 2008



La madre le puso el vestido de los domingos. Era a rayas estrechas azules y blancas. Le quedaba algo pequeño y estaba remendado con algunas costuras. Los zapatos de charol eran prestados y aunque eran dos números más de lo que necesitaba, apenas se apreciaba. El pelo peinado con colonia y los rizos dorados recogidos con un lazito azul. Le puso los pendientes de la abuela, los que se ponía en ocasiones especiales y la apretó muy fuerte contra su pecho.
El padre, algo desmejorado por los años y la guerra, tenía la mirada triste. La camisa raída, que años atrás apenas podía abrochar algunos de sus botones, le quedaba grande sobre su pequeño cuerpo. La delgadez de la falta de comida, del hambre, era evidente. En cambio la niña parecía sana a pesar de las necesidades con los mofletes rosados y los ojos llenos de vida.
Cuando llegaron a la estación el padre la abrazó fuerte y la madre no pudo reprimir sus lágrimas.
Arrastrando una pequeña maleta con cuatro prendas y un tesoro en forma de libro, la niña montó en uno de esos vagones de madera y la locomotora de vapor comenzó a echar humo. Poco después comenzó a andar y la mano de la niña, que saludaba desde la ventanilla, se perdió en las brumas de la mañana madrileña para no volver más.
La madre y el padre se fundieron en un abrazo en aquella fría estación sabiendo cual era el destino de su niña y conociendo también cual sería el suyo.

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